VIVE DISFRUTANDO

Café para todos (por Joaquín Díaz)

Hace muchos años cayó en mis manos un curioso libro titulado Aventuras en verso y prosa del insigne poeta y su discreto compañero, escritas por don Antonio Muñoz, quien las dedica a la Excma. Señora Duquesa de Arcos. Tras el largo título se escondía un divertido y breve recorrido por algunas poblaciones del norte de Madrid, Villa de donde salen los protagonistas para dirigirse a Valladolid, ciudad a la que les trajo un pleito que debían resolver. El libro estaba dedicado a Doña María Teresa Silva Mendoza Gutiérrez de los Ríos, duquesa de Arcos, casada con don Joaquín Ponce de León Spinola, duque de Maqueda y de Arcos entre otros títulos. A esos títulos, heredados por don Joaquín, añade el poeta en el prólogo los que dedica a su esposa doña María Teresa calificándola de piadosa, caritativa, generosa, afable, cortés, prudente, discreta y en extremo hermosa. El texto, impreso en Madrid en el establecimiento de Manuel Fernández, frente a la Cruz de Puerta Cerrada, vio la luz en 1739.

La parte dedicada a Valladolid tiene mucho interés pues en el relato de las aventuras de ambos poetas por la ciudad va detallando con pormenores los lugares que visitan desde el momento en que entran de noche por la Puerta del Campo Grande y van a hospedarse al Mesón del Sol, en la calle de Santiago. Al amanecer visitan la Plaza Mayor, “el celebrado ochavo”, la Platería (calle que no les gusta “por su cortedad”) y terminan el periplo en la Plazuela Vieja a la hora de almorzar, cosa que hacen comiéndose cada uno un panecillo de Zaratán y una torta de leche. La comida la hacen en la gran Casa de Nuestro Padre San Francisco donde, seguramente de caridad, se ponen “de caldo y otros despojos como timbales”. A la tarde visitan el “nunca bien ponderado Espolón”, lugar en el que echan de menos gente paseando y reflexionan sobre lo que sucedería si en la ciudad hubiese tantos habitantes como en Madrid, pues en tal caso no habría otra villa como Valladolid en toda Europa. En el Espolón, y acostumbrados a echar coplas de repente, costumbre tan española como olvidada, se les ocurren los siguientes versos a la vista del Pisuerga:

Son hermosas las márgenes del Río
a quien siempre acompaña el Espolón,
mas esto en el invierno será frío
según está su amena situación.
Y si ello por posible fuera mío,
aquí pusiera toda mi atención
poblándolo de damas y galanes
por poderlo habitar ambos san Juanes.

Se refiere sin duda a las celebraciones que podrían hacerse en invierno y en verano con una población más nutrida, aludiendo a los días en que la Iglesia celebraba San Juan Bautista, cuya fiesta caía el 24 de junio, y al Evangelista que tenía su fecha el 27 de diciembre.

Para la cena entran en una Botillería donde despachan una libra de bizcochos y terminan el día en el Prado de la Magdalena al que llegan dispuestos a cantar y bailar acompañados de una vihuela, un violín y una mandurria (sic) con las que interpretan diferentes tonadillas como la del Petigongo:

Dengue de mi denguecito
con su cinta escarolada,
una chulita morena
es quien me ha robado el alma.

“A lo atractivo de la música -escribe don Antonio Muñoz-, y gracioso de la tonadilla, se fue llegando gente al corro de los licenciados, y ellos con esta vanidad apretaron más la mano a sus instrumentos y las voces, y por ellas los conocieron unas grandes amigas suyas, toda gente del bronce” (o sea “resuelta y pendenciera” como aclara el diccionario).

El grupo se sienta en sus capas, que han servido de alfombra y de cojín, e interpolados unos con otros a salta tú y dámela tú, celebran la función a gusto de todos. El juego del “salta tú” era parecido al de esconder la correa, una diversión “de prendas” muy popular desde el Siglo de Oro. Finalmente, llegadas las doce de la noche, hora en la que parece que se cerraban las posadas en la época, todos se levantan y “cogiendo cadascuno a su cadascuna por el brazo” se van a sus respectivas casas y alojamientos.

Es interesante la descripción de posadas y botillerías, establecimientos que bien pronto iban a experimentar un cambio radical, o a desaparecer, sustituidos por los hoteles y los cafés. En el Manual histórico y descriptivo de Valladolid, publicado en 1861 por los Hijos de Rodríguez, se nos recuerda que las botillerías habían dedicado durante mucho tiempo su actividad fundamentalmente a servir refrescos y que no eran precisamente un dechado de salubridad, teniendo que salirse los clientes fuera del establecimiento para consumir lo que hubiesen solicitado. A partir del momento en que empieza a preocupar la higiene, los cafés sustituyen a las botillerías y, además de servir bebidas calientes (café, té, chocolate), abren sus puertas a las mujeres, quedando reducidos los locales de refrescos a alguna horchatería, generalmente propiedad de valencianos que vendían helados y horchatas en verano, palmas en Semana Santa y esteras en cualquier estación del año.

Los cafés que abrieron el siglo XIX fueron el de Los Italianos, el del Corrillo y el de Vega, añadiéndose pronto a estos el Café Español (en los bajos del Círculo), el del Casino (en la calle del Jabón) y el de Molina (en la antigua botillería que había en los portales de Espadería y que se había trasladado a la calle de Santiago añadiendo la palabra “salón” a su rótulo). Tras ellos vinieron los Suizos y el Café del Norte. Es bien conocido que durante el siglo XIX algunos suizos y franceses se establecieron en España dedicándose a la pastelería. El célebre confitero Bernardo Franconi -creador de los cafés suizos en España desde que abriera el de Bilbao y que se unió a otro compatriota y pariente, Matossi, para formar una sociedad que luego instalaría negocios en Madrid, Burgos, Granada, Salamanca, Pamplona y Valladolid-, inventó un bollo especial para servir con el café que terminó denominándose “bollo suizo” y convirtiéndose en insustituible compañero de la merienda o el desayuno.

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La cerveza Cruz Blanca (cuyo anagrama era en realidad la bandera de Suiza) también fue introducida en España por la firma de Matossi aunque luego fuese comprada por Cervezas de Santander.

En Valladolid la empresa de Matossi tuvo su establecimiento en la calle del Duque de la Victoria regentando también el café del Teatro Calderón. Cuando Matossi fue cerrando sucursales, el café Suizo y el Ideal Bouquet fueron adquiridos por el mismo propietario, Severo Mingo, que hizo de ambos negocios lugares de encuentro, amenos y elegantes. En 1886 se reinauguró el Suizo de la calle Duque de la Victoria, exhibiendo en sus paredes nueve cuadros de Arturo d’Almonte, célebre pintor de la época. Posteriormente y hasta su cierre, tuvo, en sus mejores épocas, conciertos de grupos de cámara y algún coro, al igual que lo hicieron los cafés Davó y Royalty.
Ya en el siglo XX, ese Gran Café Royalty, situado en la esquina de las calles de Santiago y Claudio Moyano, tomó el relevo en el encomiable afán por musicalizar la ciudad, contribuyendo al tiempo a hacer más agradable la estancia en el local y evitando ruidos innecesarios. De hecho, se prohibía el juego de dominó -durante el siglo anterior también se había seguido la misma tónica en el Café de Calderón- para evitar el golpe triunfal y agresivo de la ficha contra el mármol de la mesa. A comienzos de la década de los años 30, el Café Royalty inauguró unas “temporadas de grandes conciertos” que trajeron de Madrid a varios conjuntos importantes, entre ellos la Orquesta Corvino, integrada por músicos de la Sinfónica de Madrid como Abelardo Corvino (violín 1º), Augusto Repullés (violín 2º), Enrique Alcoba (viola), Roberto Coll (violoncello) y Federico Quevedo (piano), quienes tocaban para el público en los llamados “días de moda”, que eran lunes, miércoles y viernes. La empresa propietaria, dirigiéndose a unos parroquianos ocasionales que desconocieran los usos del Royalty, advertía: “Interpretando el deseo de nuestra distinguida clientela, la dirección y los artistas rogamos que durante la ejecución de las obras musicales se abstenga de hacer ruido alguno guardando el mayor silencio posible”. Para ello, y recordando el conocido refrán de “mejor prevenir que curar”, llevaba a los impenitentes jugones a los reservados correspondientes y se abstenía de sacar cualquier tipo de juego mientras durara la actuación. Dicha actuación incluía todos los días 3 magnos conciertos 3: de dos y media a cuatro, populares y a elección; de seis a ocho y media, clásicos aristocráticos, dedicados a las señoras y a los aficionados a la buena música; por último, de diez a doce de la noche el concierto de gran moda. Como regalo especial, los domingos y días festivos, a las doce, la orquesta Corvino ejecutaba un formidable programa a elección del público. El repertorio abarcaba Oberturas de Rossini, Wagner, Beethoven, Mendelsohn, Mozart o Saint-Saens, obras de Brahms, Listz, Tchaikovsky, Czibulka, Bach o Haëndel, pero también composiciones de músicos españoles como Granados, Bretón, Serrano o Montes (la famosa “Negra sombra”, por ejemplo) y zarzuelas, óperas, operetas, valses y marchas. ¿Alguien da más por menos precio? Si a todo eso añadimos que Royalty ofrecía cenas especiales a las salidas de los “otros teatros”, que estaba dotado de modernas cámaras frigoríficas “para la esterilización de todos los servicios ad-hoc”, que daba picatostes y churros calientes junto a la más refinada pastelería y repostería elaborada en sus propios hornos y que sus “thés”, chocolates y cafés no tenían parangón por estar hechos en la famosísima máquina americana “Omega”, nos explicaremos perfectamente el éxito arrollador que tuvo este establecimiento durante varias décadas en Valladolid.

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Café Royalty. Foto: Archivo Municipal de Valladolid

Escrito por Joaquín Díaz para la edición nº 28 de VD, ago.-sept 2022.

https://funjdiaz.net/

 

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