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De Cine (por Joaquín Díaz)

La musa Calíope -la de la voz hermosa- fue considerada por los griegos como el paradigma de la elocuencia. Su facilidad para expresarse y comunicar fue representada también en la iconografía al mostrar generalmente a una joven sosteniendo una trompeta en una mano mientras mantenía en la otra un libro sobre el que aparecía un reloj de arena. En cualquier caso, y del mismo modo que los ciegos españoles se encomendaban a la Virgen al comenzar a cantar sus relatos, muchos poetas de diferentes orígenes hicieron lo mismo con Calíope al considerarla un dechado de inspiración musical. Incluso, a mediados del siglo XIX, hubo un inventor (ya se sabe que ese siglo fue especialmente abundante en inventos y en patentes), Joshua C. Stoddard, que patentó en los Estados Unidos un instrumento musical al que denominó “Calíope”. Lo fabricó en Worcester, Massachusetts, en 1855 sobre la base de un órgano de tubos al que incorporó el vapor sustituyendo al clásico fuelle. Para mejor difundir y vender la novedad creó la American Steam Piano Company, y su primera invención consistió en una caldera de vapor y quince silbatos con notas musicales.

Caldera de silbatos

El instrumento era tan ensordecedor y molesto que el Ayuntamiento de Worcester le prohibió tocarlo dentro de los límites de la ciudad. Stoddard quería que su instrumento se usara en las iglesias sustituyendo al órgano, pero fueron finalmente los barcos de vapor los que lo adoptaron más fácilmente. Los primeros Calíopes eran como una caja de música mecánica con un rodillo donde se codificaba el tema musical. Los diseños posteriores incorporaron un teclado para ser tocado por un músico. A partir de 1880 la familia Gavioli, fabricantes de preciosos ejemplares de órganos de feria movidos por vapor, compartió fama y prestigio con otros fabricantes como Marenghi y Mortier, creando entre todos una “necesidad” de ambientar las ferias y espectáculos con esos grandes órganos en los que unos muñecos se movían al ritmo de las melodías que los tubos reproducían.
En Valladolid, los hermanos Pradera adquirieron un órgano de Gavioli para el barracón donde se instaló el primer cinematógrafo de la ciudad que tenía dos accesos, uno preferente y otro general.

Cine Pradera

Algunos experimentos habían tenido ya lugar en diferentes emplazamientos -calle Constitución y plaza de Fuente Dorada- y podría darse como cierta la fecha de 1896 para el primer espectáculo de un Kinetógrafo que traía la empresa Eliseo Express. Un año más tarde se instaló unos días en el Teatro Zorrilla el cinematógrafo de Charles Kalb y otros más vinieron en 1898, como el del Mágico Farrousini, que ya proyectaban sobre la pantalla hasta corridas de toros. Sin embargo, quienes mantuvieron con más éxito y duración su negocio fueron los ya mencionados hermanos Pradera, que primero instalaron una barraca, después construyeron un salón y finalmente edificaron un precioso teatro. La primera sesión tuvo lugar en 1900 y se desarrolló al aire libre proyectando sobre una gran pantalla una serie de imágenes. Más éxito tuvieron los Pradera a partir de la construcción del salón porque “el cine público” ofrecía una agradable oscuridad que permitía imaginar y hasta “actuar”. Carlos Rodríguez Díaz se refería a ello en unos versos publicados en “El Norte de Castilla” en los que dejaba ver las preferencias feriales de los vallisoletanos:

Festejo sin novedad,
pero hay quien con ansiedad
el cine público anhela,
“que eso de la oscuridad
nos gusta una atrocidad”,
como dice una zarzuela.

En 1908 a los hermanos Pradera les vino a hacer la competencia otro grupo de empresarios (Novella, Ibáñez y Torrebadella) que construyó el Café Novelty. En el lugar donde estuvo el Novelty, en la calle Santander (hoy Héroes de Alcántara, antes Héroes del Alcázar de Toledo y antes de Isabel II; y mucho antes, de la Tumba -por el cementerio de la iglesia de Santiago-), se instaló luego el Aero Club (ya desaparecido). Tenía el Novelty una entrada privada por la calle de la Pasión por la que llegaban determinados caballeros de la ciudad que no querían ser vistos públicamente. Disponían de un reservado conocido como “el patio de caballos”. El café costaba 2 reales los días que no había espectáculo. Cuando lo había costaba 3 reales. Gran éxito tuvieron allí durante mucho tiempo las canzonetistas frívolas “Paca la Pastora”, “La Soriano” y “Flor de Mallorca”. El director de la orquesta solía ser Juan Liébanos.

Como se puede comprobar todavía el espectáculo cinematográfico se combinaba con otras atracciones pues las imágenes de la pantalla aún no habían conquistado por completo el favor del público. La mayor parte de las producciones cinematográficas de los primeros años del género, generalmente de escasa calidad e interés, se han perdido o se conservan fragmentadas en algún archivo de rango internacional. Entre los programas que aún pueden encontrarse de los cines de Valladolid anteriores a 1920 sobresale la cinta muda “Las aventuras de Catalina” (The adventures of Kathlyn) protagonizada por la actriz Kathlyn Williams y dirigida por Francis J. Grandon en 1913. La película se proyectaba por capítulos en el Teatro-Cine Hispania (inaugurado en 1915 en la calle Muro sobre lo que fue el frontón Fiesta Alegre) e incluso fragmentada en los intermedios de las comedias que se representaban en la misma sesión, combinando filmes de aventuras como el de “Las aventuras…” con comedias y dramas de época, y teniendo una duración total de dos horas y media en la sesión “vermut” (la primera sesión solo duraba una hora). Todos los pases comenzaban con música y los precios oscilaban entre los más baratos de 0,15 céntimos y las entradas preferentes de 4 pesetas.
Cuando el cinematógrafo se consolidó ya como invención popular y el público se acostumbró a sentarse en butacas individuales para “ver” un espectáculo con mayúsculas, el papel vino a prolongar la ilusión de las escenas imaginadas sobre la pantalla, aportando como complemento a los espectadores que asistían a las sesiones pequeños programas de mano, fotogramas de determinados pasajes de las películas que se podían contemplar en el zaguán de entrada, cantables para memorizar las melodías que se escuchaban en la cinta, revistas para ensalzar a actores y actrices o carteles de gran formato que ayudaban a rememorar lo mejor de cada película y se conservaban finalmente como parte de una biblioteca peculiar y personal.

A partir de los años 40 comienzan a crearse los departamentos de publicidad, luego llamados gabinetes de comunicación, que se encargaron de magnificar, cuando no de manipular y engrandecer artificialmente las cualidades de un producto. A veces incluso la publicidad hacía uso de la amenaza, como cuando se aconsejaba a un empresario que reservara una superproducción y se añadía la coletilla: “Si no lo hace, peor para usted”. O del engaño, como cuando se pretendía convencer al espectador de que Luis Prendes, galán de moda, era guapo. Se impuso la era de la publicidad exagerada o falsa, la era de Hollywood, que transformaría nuestras vidas.

Buena parte de esa transformación se ha visto reflejada en una exposición titulada “El cine a la mano”, pues el amor, el humor, el misterio, el terror, las creencias, las aventuras, la historia, acompañaron nuestra infancia y juventud como ritos de paso a través de los títulos y temáticas más diversos. Tal vez alguien echase de menos en la muestra temas como la violencia o el sexo, tan cotidianos y presentes en nuestros días, pero es que el período de tiempo que abarca la exposición aún no había dado paso a esa nueva cultura cinematográfica en la que iban a predominar los gustos de las élites americanas triturando la influencia de Francia o Alemania.

Todo esto se produjo entre los años 20 y los 70 del siglo pasado, creando un “estilo” publicitario muy particular que ya es historia y que ha podido contemplarse durante más de un mes en la sala de exposiciones Revilla de Valladolid. Miguel Mihura, fundador de La Codorniz, se inventó en 1942 un slogan para la famosa revista de humor: “Donde no hay publicidad, resplandece la verdad”. Tal vez se habría podido completar la frase: “Pero sin ella no se vende nada”.

 

Escrito por Joaquín Díaz para la edición nº 29 de VD, oct-nov 2022.

 

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2 comentarios en “De Cine (por Joaquín Díaz)”

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