DÁRSENA DE VALLADOLID

«Llegamos a la dársena cuando ya no quedaban paseantes en los caminos de sirga y el agua de la ría se remansaba en su última desembocadura antes de huir por el zaguán de la memoria.

Casi al final de la misma se esconde el conjunto de elementos que la integran: varios almacenes; dos grúas pintadas de negro, que se alzan como esqueletos de un tiempo que se fue; un inmueble industrial de comienzos del siglo xx, que tiene los cristales rotos y la fachada en ruinas. Se ven las argollas desnudas, las paredes roídas por el tiempo, los hierros oxidados. Y el líquido turbio y cansado después de hacer un viaje de doscientos siete kilómetros.

Desemboca en la dársena y desaparece luego bajo una carretera que borra para siempre su presencia. ¿Qué sentirá la corriente al llegar a su destino, después de trazar una larga herida de frescor en el corazón de Castilla? ¿Qué recuerdos arrastrará este río que todos los días reescribe el curso de la historia?

El agua, sucia y pausada, ajena a cualquier atisbo de retórica, desborda el último despeñadero y retorna más tarde a su antiguo cauce, tras recorrer un trayecto que se asoma a las piedras y a las mieses, sabe de olvido y abandono, y se alimenta de pasado y presente».