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Ars amica nostra. Fotografías (Por Joaquín Díaz)

Ars amica nostra, la costumbre de guardar fotografías para revivir ha sido una constante que ha creado no sólo afición sino gusto estético. La costumbre fue moda nacional –supongo que internacional también– durante casi todo el siglo XX y los niños de entonces –que éramos la inmensa mayoría- depositábamos los sueños en las imágenes de esas fotografías que, al igual que los cromos, contribuyeron a formar nuestro sentido estético tanto como Fidias y Policleto. Mi afición por la fotografía comenzó con una máquina Voigtländer que le trajeron a mi padre de Alemania cuando yo debía de tener unos 10 años. Mi admiración por el invento, que entró en casa aproximadamente al mismo tiempo que la televisión, se quedó simplemente en eso: mi padre no nos dejaba acercarnos a la máquina y esa misma prohibición acabó convirtiéndose en una tentación en la que caía cada vez que mis padres se ausentaban de casa, aunque solo fuera para colgarme aquel aparato del cuello. Siempre me he preguntado qué habría sucedido si mi padre me hubiese dejado llevar la Voigtländer en mis recorridos infantiles y juveniles por Valladolid. ¿Qué instantáneas habría sacado? Decía Antonio Corral Castanedo en un precioso texto suyo que “somos de nuestra infancia, pertenecemos siempre a ella, la llevamos en todo momento con nosotros”. Gracias al magisterio de aquel texto sincero y versátil de Corral Castanedo, uno puede completar el recuerdo personal o la imagen infantil de unas calles vallisoletanas animadas –siquiera algunas hayan desaparecido–, con trazos artísticos o literarios que abarcan desde la Edad Media hasta el momento en que nuestra mentalidad –es decir, el conjunto de vivencias y conocimientos que transmitían sentido e identidad a nuestra vida– comenzó a tambalearse bajo el peso de una moderna y aséptica visión del mundo y de sus habitantes. Hasta ese instante en que –y recurro a la palabra misma de Antonio Corral– la madurez asesinó al milagro que teníamos en nuestras manos infantiles.

Las palabras de Antonio Corral describiendo sus paseos infantiles nos recuerdan que las ciudades en las que nacemos y vivimos no solo existen por estar construidas con piedra, ladrillo, madera y cristal, materiales que van creando una trabazón física que termina por dibujar ese perfil que da personalidad al conjunto y ayuda a reconocer sus límites y sus contornos. La ciudad existe también al estar constituida por un conjunto variado de imágenes que se esconden en las memorias de sus habitantes. Imágenes que se imprimen en el recuerdo de las personas ya desde su infancia y que a veces son más perdurables que los materiales de los muros, a los que sobreviven y superan.

Marcelino Muñoz tarjeta publicitaria
Marcelino Muñoz tarjeta publicitaria

La memoria, no es ninguna novedad decirlo, se erige como uno de los pilares básicos en el desarrollo y evolución de la tradición. Sin memoria no es posible la experiencia y sin experiencia se repetirían hasta el infinito los errores humanos. Sin embargo, hay varios modelos de memoria que merecerían un breve comentario. La memoria individual, por ejemplo, atañe a cada uno de nosotros, pero está condicionada por las circunstancias personales, a menudo inserta sus recuerdos de forma ordenada en un continuo vital y termina siendo un archivo monumental del que echamos mano en el momento oportuno para centrar y rememorar instantes concretos de nuestra existencia. La memoria colectiva, por otro lado, está formada por imágenes, fijas o en movimiento, que corresponden a situaciones sociales, a circunstancias compartidas, a partir de las cuales un grupo de individuos asume de forma común esas mismas situaciones; a esa memoria pertenecen buena parte de las instantáneas que todavía conservamos en papel, porque los monumentos, calles o edificios que aparecen, llegaron y se instalaron en nuestra vida ya desde nuestro nacimiento, pero evidentemente existían antes que nosotros y probablemente seguirán ahí después de que nos vayamos. Es una forma de memoria histórica a la que contribuyen las fotografías con sus imágenes fijas que hablan a quien quiera escuchar. Por supuesto que siempre cabe la precisión, el comentario, la objeción, porque, aunque sean imágenes fijas y por tanto aparentemente inamovibles, cada uno tenemos una forma de mirar o una perspectiva particular que ha conseguido que almacenemos los datos de diferente manera. A establecer de forma ordenada ese posible diálogo en el que entraremos todos casi sin percibirlo contribuyen a menudo los recorridos imaginarios en los que nos topamos con personajes vallisoletanos y sus miradas, captadas por los primeros fotógrafos instalados en la ciudad. Las diferentes formas de mirar nos conducen a diferentes emplazamientos que por su estratégica situación han sido muy frecuentados como la Plaza Mayor, la calle de Santiago, la Plaza de Zorrilla o la de la Fuente Dorada. En España publicaron primero estampas y luego fotografías con vistas de ciudades, principalmente las imprentas de Barcelona y Madrid; en Francia, tras el éxito de las vistas de la rue Saint Jacques de Paris, las estampas publicadas por Pellerin, de Epinal; o en Alemania las imprentas de Neuruppin… De todas ellas salieron miles de estampaciones que alimentaron durante generaciones el imaginario de nuestros antepasados antes de que apareciesen los cristales estereoscópicos o las postales con vistas fotográficas de ciudades. La estereoscopía permitía conseguir un efecto tridimensional con dos imágenes del mismo motivo ligeramente diferentes en virtud del paralaje horizontal. Cada ojo percibía en su retina las diferencias y las procesaba en el cerebro dando como resultado una imagen con sensación de profundidad. Las imágenes se emulsionaban sobre una placa de cristal y se observaban en un visor estereoscópico que recibía diferentes nombres. El invento de Charles Wheatstone se patentó antes del daguerrotipo aunque tardó en popularizarse.

Fotografía del Manual del minutero
Manual del minutero

A la popularidad de la fotografía contribuyó en buena parte su propio contenido, pero también la creación de revistas –en las que la sección gráfica adquiría un extraordinario protagonismo–, o la costumbre de intercambiar por el correo tarjetas postales, cartas simples y de pequeño formato que tuvieron su origen en Viena en 1869. La popularidad de esas baratas misivas fue tal que no sólo las instituciones difundieron su patrimonio cultural en sugestivas colecciones sino que particulares (a pesar de las disposiciones gubernativas en contra), empresas, colegios, museos, órdenes religiosas, comercios y todo aquel integrante del tejido social que quisiera ser recordado o admirado por algo, creaba su propia tarjeta postal. A la popularización de ese material ayudaron la heliotipia, la fototipia y todos los fotógrafos que con su trabajo personal consiguieron surtir de documentación gráfica a las imprentas, dejando además un legado artístico impagable que crearía afición. Los apellidos de Clifford, Laurent, Hebert, Hauser, Menet, Thomas, Roisin, Castells, etc., aparecen casi siempre al pie de esas fotos a través de las cuales penetramos en el pasadizo de un tiempo aparentemente tan lejano y sin embargo tan cercano. A esos nombres habría que añadir los de los fotógrafos locales (algunos de ellos minuteros) que, ya profesionalmente ya por simple afición, contribuyeron a enriquecer la historia gráfica de las provincias. En los últimos años, numerosos estudios han dejado constancia del poder de evocación de esos documentos, así como de su importancia para el estudio de la Valladolid desaparecida. Los Maeso, Sancho, Pica-Groom, Eguren, Bonnevide, Idelmón, entregaron el testigo a los Varela, Roth, Cervera, Gilardi, Filadelfo, etc. quienes compartirían época y actividad con gabinetes fotográficos (en los que profesionales como Carvajal, Muñoz, Cacho, Garay o Bariego trabajarían ya con sus hijos e incluso con sus nietos) o con aficionados como Fraile o del Hoyo.

Escrito por Joaquín Díaz para la edición nº 36 de VD, diciembre’23 – enero 2024.

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