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Un tranvía llamado deseo (por Joaquín Díaz)

Los años 60 del siglo XIX -y yo añadiría que el siglo entero- fueron propicios para los inventos, las patentes, las aventuras y, todo hay que decirlo, la incertidumbre acerca de cuál sería el sistema ideal o definitivo de desplazamiento en una ciudad del futuro. Todavía seguimos esperando, pues de los lujosos y potentes vehículos a motor hemos regresado al patinete que montaron nuestros abuelos cuando eran mozalbetes o a los velocípedos que defendió don Narciso Alonso Cortés. El efímero recorrido de uno de esos medios de transporte -el tranvía- comienza en 1868 con una noticia advirtiendo en el periódico local El Norte de Castilla, que el 18 de abril se iba a presentar un proyecto para un “ferrocarril o tranvía” con motor animal desde Rioseco a Toro, Villabrágima, Tordehumos, Villagarcía, Villanueva de los Caballeros, San Pedro de Latarce, Vardemarbán, Pinilla de Toro, Villardondiego y Tagarabuena.

No sabemos muy bien qué tipo de vehículo se proponía concretamente en ese proyecto, pero naturalmente iba a ser arrastrado por caballos o mulas igual que todos los tipos de tranvías que se habían experimentado desde que en 1807 se hicieran las primeras pruebas de tranvías de viajeros, sobre los mismos carriles que se usaban para transporte de mercancías. A España el tranvía llegaría definitivamente en 1871 y su deslizamiento sobre las calles de la ciudad de Valladolid correría la misma suerte aciaga que el resto de los vehículos anteriores -carretas, carros, carruajes, carromatos, diligencias, landós, tílburis y tantos otros modelos- por causa de los baches de las calzadas.

“Hace días -escribía un poco molesto un periodista del diario mencionado- se llamó la atención al Alcalde por el mal estado en que se encontraban algunos tramos del pavimento que comprende el trayecto del tranvía. Algunos días después vimos que un pequeño número de hombres se ocupaba de arreglar la entrevía de los railes, pero tan sumamente económica ha sido la reforma practicada que no se deja notar el arreglo”.

Los peligros por descuidos o imprudencias también eran similares y preocupantes. Leemos en otra gacetilla: “Antes de ayer fue atropellada por el tranvía una mujer que caminaba sobre un pollino por el estrecho de la calle de Santiago. Está terminantemente prohibido el tránsito de caballerías y carruajes, excepto del tranvía, por dicho sitio (se refiere al tramo que se estrechaba por efecto de la propia fábrica de la iglesia) y un guardia municipal debe prestar servicio en aquel punto permanentemente”.

La cosa se complicaba si ese paso se llenaba de gente en determinados momentos como las fiestas del Carnaval: “El tránsito de los carruajes del tranvía por el estrecho de la calle de Santiago puede dar lugar a irreparables contratiempos en estos días en que por dicho trozo de vía discurre numerosa muchedumbre”.

Los frecuentes descarrilamientos por el mal estado de la vía repercutían asimismo en el estado y la salud de los animales que se encargaban de arrastrar los carruajes. La prensa local lo ratifica: “Llamamos la atención del Sr. Director de los tranvías interiores para que ordene sea retirado del servicio público un caballo cuyo estado es verdaderamente lastimoso y que causa repugnancia a cuantas personas tienen la desdicha de verle”.
Y eso por las frecuentes salidas del carril que acababan con la resistencia de los animales y con la paciencia de los viajeros: «Dos veces descarriló el tranvía en la Plaza Mayor, viéndose precisados los viajeros a continuar su camino “pédibus andando”. La frecuencia con que se repiten estos casos revela el mal estado del trayecto y la empresa no debe descuidar ese servicio en bien de sus propios intereses».

¿Cuál era ese recorrido aparentemente tan calamitoso y deteriorado? Según Pedro Pintado que ha estudiado el desarrollo de los tranvías en la ciudad, el primer proyecto lo presentó Enrique Martín Cordero en 1871 y pretendía llevar mercancías y viajeros desde la dársena del Canal al Poniente, donde se bifurcaría el viaje yendo un ramal por María de Molina, Arco de Santiago, Plaza de Zorrilla y Paseo de Recoletos mientras el otro iba por Fuente Dorada, Duque de la Victoria, Campillo de San Andrés y el descampado donde después se abriría la calle de Gamazo hasta la estación del ferrocarril del Norte. Las condiciones impuestas por el Ayuntamiento no le parecieron bien al peticionario y desistió. El segundo proyecto, casi cinco años más tarde, presentado por Carlos Anglada, tampoco tuvo éxito. El tercero y definitivo vino de la mano de dos empresarios, Antonio Valero y Francisco Morales, quienes lo presentaron con Alejandro Aced como director facultativo. Pronto se dio de baja Valero por enfermedad y Morales inició las obras en agosto de 1880, aunque su proyecto era tan ambicioso y tenía un recorrido tan largo que el Ayuntamiento, a la vista de los incumplimientos, traspasó la concesión en 1881 a Eduardo Barral, otro empresario, que fue más realista y propuso un recorrido sencillo por la Acera de Recoletos, Santiago, Plaza Mayor, Lencería, Lonja, Platerías, Cantarranas y Angustias. Los primeros vagones vendrían de Bélgica y podrían transportar hasta 26 pasajeros, doce en el interior y siete en cada una de las dos plataformas exteriores.

Comenzaba su andadura así, la Sociedad “Tranvías interiores de Valladolid” que duraría hasta la venta de la entidad a la empresa belga de Emilio Cuylits van Bevaer. Éste, a su vez la traspasó en 1901 a una sociedad que se había creado en Bruselas en 1900 para hacerse con el negocio de los tranvías en Valladolid. Finalmente, en 1910 Santiago Alba y Basilio Paraíso crearon la nueva sociedad “Tranvías de Valladolid” con un capital de 1.000.000 de pesetas y el proyecto de electrificar las líneas y suprimir la tracción de sangre. La entidad puso sus oficinas en el Paseo de Filipinos y mantuvo seis líneas con casi 5 kilómetros de recorrido que sirvieron para trasladar a los vallisoletanos durante más de veinte años. En 1933 desapareció la compañía después de haber adquirido con grandes dificultades unos tranvías de segunda mano que llegaron desde Cartagena y que no fueron del gusto de los usuarios. Años atrás había nacido la Sociedad Anónima de Importación y Ventas que había apostado por los autobuses y que explotaría las líneas del nuevo tipo de vehículos (en muchos casos coincidentes con las de los tranvías). Al no llegar a un acuerdo satisfactorio con el Ayuntamiento fue otra empresa, la Sociedad Anónima de Transportes Automóviles (propiedad del Conde de Gamazo), la que se comprometería a mantener unas líneas fijas y la que se quedaría finalmente con la concesión al fusionarse con la sociedad de los tranvías en 1932.

Las cocheras que albergaron a esos tranvías durante años tendrían un uso triste e inadecuado como prisión durante la guerra civil. De ese modo sórdido acabaría un sueño que duró algo más de medio siglo en la historia reciente de la ciudad.

 

Escrito por Joaquín Díaz para la edición nº 24 de VD, diciembre-enero2022.

https://funjdiaz.net/

 

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