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Valladolid – París

Repasando la lista de publicaciones vallisoletanas referentes a la actividad mercantil e industrial desde mediados del siglo XIX, nos encontraremos con títulos como La Academia Comercial, El avisador mercantil, El boletín del comercio, El comercio, El comercio de Castilla, La crónica mercantil, El diario del comercio, El diario mercantil, El eco del comercio, El eco industrial, El indicador mercantil, La industria y el comercio, La juventud mercantil, El mercantil de Castilla, El Mercurio, El Norte de Castilla, El porvenir, El progreso, La revista mercantil, La revista económica, La unión comercial, La unión mercantil e industrial, La voz del Comercio… etc., que dicen mucho de la actividad y el deseo de información de sus asociados y lectores.

Por otro lado, asociaciones como el Ateneo Mercantil, la Sociedad de Comercio, la Sociedad filantrópica Mercantil, El Progreso Mercantil o el Círculo de Recreo, demuestran el interés de industriales y comerciantes por estar presentes en la vida social y cultural vallisoletanas. Estos hechos coinciden, particularmente en los 50 años con los que acaba el siglo XIX, con el afianzamiento de la burguesía como clase social determinante, la sustitución de las asociaciones gremiales por las Cámaras de Comercio o Industria y la implantación de sindicatos y colegios profesionales en el proceso de defensa de determinados colectivos. Todo esto y mucho más –costumbres, modas, acontecimientos sociales, descubrimientos y avances técnicos– conforman un período de la historia de Valladolid de innegable interés.

Valladolid-París por Joaquín Díaz. Imagen cartel publicidad Ambrosio Pérez
Cartel de publicidad de Ambrosio Pérez
¿Cómo llegaba la publicidad comercial a los vecinos de Valladolid para convertirlos en posibles clientes?

Los medios habituales, ya se supone, eran los periódicos diarios, en los que las noticias de actualidad se apretaban junto a las alzas y las bajas de los precios de los mercados y junto a los anuncios de milagrosas medicinas que se podían obtener pidiéndolas directamente a Barcelona o a París. Esos bálsamos y específicos –al igual que cualquier otro invento del extranjero– venían avalados por ilustres doctores de reconocidas universidades y por «lumbreras de la ciencia médica de Europa», lo que les hacía más creíbles y eficaces.

El siglo XIX fue un siglo clave

En este siglo la ciudad de Valladolid inició una aculturación acelerada en cuyo proceso la tradición parecía estorbar; una actividad dinámica y fagocitaria en la que las últimas modas se superponían a las anteriores por decreto sin que existiera la más mínima posibilidad de oposición.

Y todo ello sobre un sustrato genético e identificador difícil de eliminar por completo. Mariano José de Larra, que analizó y soportó todo ello hasta donde le fue posible, describía esa situación movediza con el acierto y oportunidad que jalonó toda su obra: «La España está hace algunos años en un momento de transición; influida ya por el ejemplo extranjero, que ha rechazado por largo tiempo, empieza a admitir en toda su organización social notables variaciones; pero ni ha dejado de ser enteramente la España de Moratín, ni es todavía la España inglesa y francesa que la fuerza de las cosas tiende a formar. El escritor de costumbres está, pues, en el caso de un pintor que tiene que retratar a un niño cuyas facciones continúan variando después de que el pincel haya dejado de seguirlas: desventaja grande para la duración de la obra…»

Aunque muchas ciudades españolas querían parecerse a las extranjeras, a mediados del siglo XIX Valladolid se llevó la palma en imitar el urbanismo, el estilo, la elegancia y las modas y costumbres parisinas. Todo lo bueno venía de París o era «parisién»: era más «chic» decir Maison Blanc que Casa Blanca –local donde se vendía la ropa interior y de cama–, más fino llamar Palace al palacio y la moda empezaba a imponer la necesidad del prêt à porter sustituyendo el buen hacer de los sastres.

En 1860 se había iniciado en París la era Haussmann que transformaría la ciudad

La superficie de París pasaría de 3.300 hectáreas a 7.000 saltando por encima de sus propias murallas y alcanzando los límites de las antiguas fortificaciones de Thiers; se modernizaría, se construirían grandes obras públicas, se urbanizarían calles y plazas, y todo ello gracias a los monumentales proyectos de George Haussmann, prefecto y posteriormente político y senador, de cuya mano vinieron parques como el Bois de Boulogne, las estaciones de trenes, los mercados de abastos, el teatro de la Ópera (proyecto de Charles Garnier) y tantas otras obras que costaron al imperio de Napoleón III dos billones y medio de francos. Esos gastos fueron criticados principalmente por el político Jules Ferry que comparó irónicamente «Los fantásticos cuentos de Hoffman» con las «cuentas fantásticas de Haussmann».

Las comparaciones son odiosas

París tenía en 1850 más de un millón de habitantes (había crecido entre 1790 y 1850 en más de 500.000) mientras que Valladolid capital, en 1861, tenía 57.356 habitantes (ese año nacieron 1.701 personas y murieron 1.781), que vivían en 3.769 casas. En 1863 había 104 fábricas, 31 farmacias y boticas, 14 parroquias, 31 serenos, 156 catedráticos y profesores y 249 abogados.

Algunos anuncios y gacetillas de la prensa a partir de los años 60 del siglo XIX seguían destacando, sin embargo, esa obsesión por lo parisino.

En aquel lejano, pero siempre determinante siglo XIX, además de la evolución de las fábricas de tejidos, probablemente el invento que más contribuyó a la imposición de la moda en todos los hogares fue la máquina de coser. Aunque su invención se atribuye a numerosos autores, probablemente el primer prototipo que se usó con provecho fue el del austríaco Josef Madersperger, quien regaló la patente del aparato que fabricó en 1825 y que aún se conserva en el Museo de la Técnica de Viena.

Valladolid-París por Joaquín Díaz. Imagen Isaac Merrit Singer (1811 - 1875). Artista: Edward Harrison May . Óleo sobre tela, 1869
Isaac Merrit Singer (1811 – 1875).
Artista: Edward Harrison May . Óleo sobre tela, 1869
Isaac Merrit Singer

El norteamericano de origen judío Isaac Merrit Singer patentó en 1857 una máquina de coser similar a otras de inventores anteriores a él. Su principal aportación, que sin embargo no patentó, fue incorporar a la máquina una rueda, accionada con los pies por medio de un gran pedal, que permitía a la persona que cosía usar ambas manos. Sus máquinas daban tan buen resultado que pronto se impusieron a las de sus competidores. Algunos malintencionados atribuyen la invención del nuevo modelo de máquina de coser al hecho de que Singer tuvo dos esposas y 8 hijos con la consiguiente carga doméstica que ello suponía y que, según sus detractores, le hizo agudizar el ingenio para que sus mujeres trabajaran menos. Mientras estaba casado con su primera mujer, Catalina Haley, mantuvo relaciones con Mary Ann Sponsler a quien no contó nada de su estado, según otros porque una de las muchas profesiones que probó fue la de actor. En cualquier caso, se le recuerda como una persona imaginativa que inventó diferentes máquinas, aunque la más conocida y la que le hizo pasar a la posteridad fue la de coser.

En Valladolid la empresa Singer se instaló en la calle de Regalado 6 desde los años 60 del siglo XIX, y bastante después pasó a la calle del Duque de la Victoria. Esta cosedora tuvo tanto éxito, que ya en 1886 se estrenó una Zarzuela titulada «Máquinas Singer», que en Valladolid se representó en el Pabellón Español, en el Campo Grande.

Hacia los años 20 del siglo pasado, se inventó incluso un nuevo modelo con motor eléctrico y luz, para los trabajos nocturnos.

 

Escrito por Joaquín Díaz para la edición nº 39 de VD, junio-julio de 2024.

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