Joaquín, nos escribe sobre los chapines, un calzado que se usaba para andar por Valladolid y no embarrarse.
A quien transite hoy por la calle de Cánovas del Castillo, le será difícil imaginar aquella estrecha y mal formada vía que dio alojamiento en la Edad Media a un hospital de locos —también llamados orates— para quienes donó el doctor Sancho Velázquez de Cuéllar a fines del siglo XV unos terrenos donde se edificaría un establecimiento dedicado al cuidado de los enfermos mentales. El generoso doctor encargó al Cabildo de la Iglesia Mayor que se ocupara del triste aunque necesario menester y advirtió en su testamento que, de obtenerse rentas suficientes procedentes de otras donaciones o de las limosnas, se atendiera también a los niños expósitos —o inocentes— de diferentes parroquias. Hasta que la Junta de Beneficencia se ocupó, ya en el siglo XIX, del traslado de este hospital a otro solar en la calle Herradores al hacerse cargo del cuidado de los enfermos mentales, la calle se conoció como “de los orates”, si bien numerosos documentos la describen también como “de la frenería” (porque en ella se asentaban quienes fabricaban frenos para las caballerías) o de “chapinería”. Don Juan Agapito y Revilla nos explica en su obra Las calles de Valladolid que así se llamaba la calle porque en ella trabajaba el gremio de los oficiales “que se encargaba de confeccionar zapatos a manera de chanclos”, muy usados por las mujeres para evitar mojarse o embarrarse los pies al andar por las calles de la ciudad, que debían de estar finas. Don Luis de Góngora atacó con las armas de su lenguaje barroco y críptico la poca limpieza de las vías vallisoletanas, queriendo además dejar al descubierto la vanidad de sus mujeres:
¿Vos sois Valladolid? ¿Vos sois el valle
de olor? ¡Oh fragantísima ironía!
A rosa oléis y sois de Alejandría,
que pide al cuerpo más que puede dalle.
Serenísimas damas de buen talle,
no os andéis cocheando todo el día,
que en dos mulas mejores que la mía
se pasea el estiércol por la calle…
Don Francisco de Quevedo también hacía historia recordando cuando la ciudad fue “villana” bajo el conde Pedro Ansúrez:
…cuando fue su turbio amante
el viejo aguador Pisuerga
y Esgueva, sucia de vasos,
fregona de su limpieza.
¿Cómo circular por las calles de Valladolid sin “embarrarse” el calzado? Imposible si no se desplazaba uno a lomos de caballería o sobre los tacos de un chapín. El chapín se menciona en numerosas ocasiones en las ordenanzas que se aprobaron y mandaron pregonar en 1549 y que fueron reimpresas por el regidor Verdesoto en 1562. A los chapineros se les obligaba a echar las soletas o palmillas dobladas y enteras, siendo de muy buen cuero la de encima, para evitar que el calzado durase muy poco por el uso y teniendo que pagar 500 maravedíes de pena la primera vez que se les pillara infringiendo la norma. La norma, naturalmente, era que las suelas debían de ser de cuero o de cordobán sin mezclar badanas en la fabricación. La diferencia era que las pieles de los cabrones o machos cabríos que usaban los chapineros tenían que pasar por los zurradores, que las raspaban y afinaban en el curtido del zumaque, mientras que las badanas se curtían con corteza de roble. También se usaba para la fabricación del chapín un taco de corcho a fin de elevar las suelas y evitar el contacto con la humedad. Lo del corcho, material casi obligado por la cantidad de alcornoques que había en la península además de por su impermeabilidad y ligereza, venía que ni pintado para aislar el pie de la tierra, y vino a convertir al alto chapín (había algunos de 20 centímetros de altura) en un calzado casi exclusivamente español y principalmente femenino muy imitado en otros lugares de Europa. Es cierto que ya existió entre los romanos un tipo de calzado que se denominaba fulcimentum o fulmentum (podría traducirse como “apoyo”) que servía para elevar a sus portadores del terreno, pero el chapín o tapín, con sus adornos y utilización de cueros, corcho y engrudo, parece netamente hispánico.
Ya publiqué en alguna colaboración anterior para Vive Disfrutando un precioso dibujo de Christoph Weiditz (ver aquí), viajero que acompañó al omnipotente emperador Carlos en su primer viaje a España, en el que se mostraba cómo llevaban en Valladolid los hombres a las mujeres, montadas a la grupa de su mula.
Del mismo Weiditz es el grabado o lámina 23 del Trachtenbuch o Libro de trajes, titulada “Así van las mujeres a la calle y a la iglesia en el reino de Castilla. Señora”, en la que aparece una dama acompañada de un rubio paje que cuida de que el sayo de su ama no se manche de barro. La señora viste un refajo carmesí encima del cual ha sobrepuesto una saya verde. En la cabeza lleva un sombrero negro que se ha calado sobre la mantilla, caída sobre sus hombros. Se puede observar que los chapines van decorados con cuatro bandas adornadas de triángulos y círculos de diferentes colores. Esta costumbre de adornar los tapines o chapines se incrementó en la época en que se hace esta ilustración, como hemos visto la del comienzo del reinado de Carlos V, quien unos años más tarde (1534) tuvo que regular el uso excesivo de bordados por medio de una “Orden general que ha de observarse en los trajes y vestidos por toda clase de personas”.
Se supone que en el campo se calzaba mucho más sencillamente y que los chanclos, con suelo de madera, permitían a los labradores y ganaderos atravesar los barros y lodos de los caminos sin miedo a pisar plastas vacunas. Esas sandalias o cholas tenían, al igual que los chapines, unas orejas sujetas a la gruesa suela que se ataban con unas cintas o cordeles en la parte superior del empeine. Este tipo de calzado, aunque tenía suelo de madera, se diferenciaba de las galochas, madreñas o zuecos caracterizados por tener unas tiras o patas talladas en la misma pieza que elevaban aún más la altura y por tanto la protección de la humedad o de la suciedad. Durante una larga época que duró varios siglos esas suelas compactas fueron sustituidas por los tacones afrancesados que las cortes europeas difundieron por todo el continente y más allá. Sin embargo, las modas actuales han vuelto a traer al mundo de lo “casual” esa costumbre de elevarse por encima de los demás merced a unos calzos y, por lo que parece, ya no hay excusa para no tratar de ser más alto que los seres que nos rodean. No sé yo si el origen de la calle Chapinería, que fue sede de la locura vallisoletana, no nos habrá contagiado de alguna insania y estaremos todos afectados de alguna perturbación “de altura”.
Escrito por Joaquín Díaz para la edición nº 32 de VD, febrero-marzo 2023.
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